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Puedo ser como las marionetas de los cuentos que obedecen tristemente durante la claridad de la mañana, y de noche cobran vida para cumplir las propias voluntades. Aquellas callecitas oscuras, con jugueterías ocultas entre la basura de la ciudad, que contienen en sus vidrieras los más talentosos maniquíes que bailan las baladas que solíamos escuchar en ese bar desalojado. La estación de radio anuncia las seis de la mañana, dando la bienvenida a las tanzas que, nuevamente, atan mis extremidades para obligarme a realizar movimientos monótonos, casi robóticos. Susurros de rebelión cosquillean mis oídos, la hipnosis de la persuasión se congela en mi retina para filmar momentos de injusticia que se proyectan en mi memoria reiteradas veces, simulando un cortometraje independiente en una sala de cine con no más de cuatro espectadores (tres de ellos roncan). Un títere casero, hecho de retazos de telas de diferentes texturas, deleita las huellas digitales de una persona que ni siquiera imagina que mientras duerme, éste anhela en secreto. Pero ya no reza, porque perdió su fe. Cada vez que rezaba nadie venía a liberarlo de tales manos colonizadoras.

Vivo en un televisor en blanco y negro. Marioneta blanca y negra. Marioneta blanca: merci beaucoup, diamantes y encaje. Marioneta negra: sueña en las sombras, baila en la penumbra.

Florencia Romero

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